Siempre insisto en la idea de que al analizar la relación entre “religión” y “política”, no sólo hay que adentrarse a la compleja y espinosa tarea de precisar cada uno de estos campos, sino también las dimensiones que entran en juego en la comprensión que tenemos sobre las dinámicas propias de dicho vínculo. No es una cuestión tan obvia de plantear, ya que la definición de la relación no siempre se deduce automáticamente de las caracterizaciones, impactos o intenciones de los objetos en cuestión. Adentrarse al análisis de las dinámicas propias de la relación es subrayar las condiciones en que se gestan el acercamiento y dinámica entre las partes, lo que pone sobre la mesa la importancia de considerar temas como las trayectorias históricas que aparecen, la diversidad de contextos condicionantes, los dispositivos temporales que las circunscriben, incluso las tipologías ontológicas que definen dicho intercambio (¿hablamos de objetos con fronteras suturadas?, ¿del escenario de encuentro como un “lugar” o como una “temporalidad” pasajera?, ¿de un nudo con tensiones y lineamientos porosos, o un simple intercambio unidireccional?, entre otros elementos).